Y así...
Ignorando muy bien cuál sería la reacción apropiada
a los paseos de la mano de decisiones y consecuencias,
Desconociendo el modo de reconocer la apariencia
de los errores hechos para mí,
Desorientando a los exploradores imprudentes
-expertos en rutas ajenas-
con caminos que nunca llevan a la Roma verdadera
sino a la prometida;
Busco desesperadamente
la palabra capaz de representar mi realidad insostenible,
La que que quiebre la soledad
durante el efímero segundo de su pronunciación,
Para que otro nombre pueda comprender
lo que implica 
vivir aterrorizada de la inmensidad del cielo 
pero estar irremediablemente enamorada de cómo sostiene las estrellas.


Cuando era niña un perro me cortó el labio de un arañazo; (una historia complicada).

Podría considerarse como un anécdota sin mucha repercusión, pero es algo que marcó mi infancia. Durante años les tuve pánico a estos animales: intentaba evitarlos a toda costa, temía terriblemente que se me acercaran, me asustaban sus ladridos. En fin, que odiaba a esos seres que babeaban, saltaban y se movían constantemente como si les hubiesen dado speed en vez de lo que sea que coman. Lo peor eran esos que los dueños te decían "No te preocupes que no hace nada", pero ellos no llevaban ninguna cicatriz en el labio, claro.
No siempre les tuve miedo. Antes del arañazo, me encantaban. Lo típico de los niños, ves Bethooven o 101 Dálmatas y les das el coñazo a tus padres durante un año entero para que te compren uno porque crees que va a ser tu mejor amigo. Sueñas con el momento en el que puedas tener un cachorrito con el que jugar a ser Shaggy y el puto Scooby Doo. Pero es que realmente incluso puede que el hipotético bicho lo hubiese podido ser, podría haber sido mi mascota y compañía, podría habérmelo llevado a dar largos paseos, cuidarlo y bañarlo y protagonizar una historia tan asquerosamente pastelosa como en cualquiera de esas películas.

Pero un perro me dejó una cicatriz.

Por confiarme en la ausencia de peligro. Por creerme los cuentos que había leído. Por jugar con él, por creer que él jugaba conmigo, por acariciarle esperando que me lamiera la mano en vez de modérmela, por tener fe en que bastaba con que mi intención fuera buena, como suponiendo que por eso ya nada malo podría pasar.

Pero sí pasó.

El resto de la gente no entendía mi odio y mi temor hacia estos animales, y seguían pensando que eran fieles, amorosos, simpáticos y supongo que para ellos sí lo serían. Pero no todo el mundo está hecho para tener perros. Yo conocía el lado oscuro y salvaje, el que no es bonito, conocía el dolor de que se te llenase la boca de sangre apenas con 6 años de edad. ¿Cómo iba a querer ni siquiera tocarlo? ¿Qué me garantizaba que, a pesar de las palabras, "no hiciese nada"?

Un perro me arañó una metáfora.

Hay heridas que maquillamos, que escondemos, pero que nunca se cierran, y pasan a formar parte de nosotros.

Yo ya había saboreado el dolor de acercarse demasiado.

Un imbécil me dejó una cicatriz.








Alexia Gómez. Con la tecnología de Blogger.
 
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