Pienso en todos los capullos que me quedan por encontrar. Uno con el pelo rizado, por ejemplo, o igual uno al que le guste algo tan ajeno a mí como el fútbol.

Pienso en la capulla que seré yo. La que nunca se aclara sobre si es rubia o castaña, si le gustan más las chupas de cuero o los zapatos con tacón infinitos, si quiere salir a beberse toda la Rioja o hoy decide quedarse en casa tranquilita, si es más de playa o de montaña. Posiblemente el tipo de chica con la que no te quedarías durmiendo abrazado ni a la que le preguntarías "que tal va la familia", pero con la que pasarías horas hablando sobre la misma mierda que a los dos os gusta. La que se enamora fácil de madrugada pero no de cualquiera y siempre cree que el último será el último error.

(Y no es que yo quiera que me rescaten, no necesito a nadie con espíritu de restaurador. Me gustan mis ruinas).

Pienso en lo terriblemente inguantable e ilusa que soy y lo poco que me lo dicen. Y en lo irritantemente vacuos que yo os veo desde el silencio al mayoría. Seguramente esa sea mi cruz, ser consciente.

Pienso en la gilipollez que es basar tu vida en la de otro alguien. En que el escalón más bajo de la esencia humana posiblemente sea la actitud de imbéciles de cuando nos late el corazón con más fuerza; el craso error de dejar de ser quien eres por complacer a otra persona.

No necesitamos la complacencia de nadie que no seamos nosotros mismos.

Y pienso en los capullos que me quedan, y todos los capullos que quedan sueltos sin saber que lo son. Me río yo de los imbéciles que pasean de la mano por el parque, creyéndose eternos, únicos, tan especiales como yo me creí. Un puñado de esclavos por voluntad propia. No, no, no sois infinitos, aunque ya lo descubriréis, no quiero contaros el final. Pero mientras, iros lejos con vuestros bombones en San Valentín y las cenitas de aniversario, los viajes románticos a París con pétalos de rosa sobre la cama, con vuestra parodia de comedia romántica digna de una película de la mismísima Julia Roberts. No necesito un amor con el que mis amigas digan "que suerte tienes con él", "qué envidia". No.

Y aun con todo, si durante una olvidadiza madrugada de sábado, embriagada de recuerdos, amanezco sola y dejo que me ames, quiero que sepas y me recuerdes, que la única forma que queda de amor es la instantánea, la que no invade la rutina ni crea dependencias. Quiero tener una colección de cicatrices de balas compartidas. No habrá fotos juntos, porque dejaremos la fragilidad del momento sea incapturable (la única eternidad real es la efímera). Porque sobre todo, necesito que seas consciente de que mañana por la mañana todo se habrá extinguido y es por eso que viviremos cada noche juntos como si así fuese. Nunca habrá una promesa de futuro posterior a los tres segundos que tardes en cerrar la puerta mientras me mires el culo al salir.
Y si renacemos, ya renaceremos, pero solo cuando el viento lo quiera.




Pienso que la única relación permanente que quiero es con el instante en el que me miro bailar rock'n'roll en el espejo entretanto este me grita y repite que soy libre, libre, libre.


A Tania le brillaron los ojos, como obnubilada. Nunca había visto a un tío así  ¡Y sólo iba con chicos! No podía haber tenido tanta suerte. Tenía que ir a hablarle. Sin darle explicaciones a nadie, cruzó a lo largo de la discoteca con la mirada fija en su objetivo.
Estaba ya cerca, incluso le escuchó cantar Lean On, que sonaba en ese momento. Entonces, le tocó tímidamente la espalda, y  él se asustó por ello.

-Eeh… Perdona.
-¿Sí?- contestó él al girarse.  Tenía una sonrisa especialmente bonita.

-Igual esto te resulta algo violento, pero te he visto y no sé… He sentido la necesidad de  venir aquí a hablarte. Me llamo Tania por cierto.

Sabía cómo actuar en estas situaciones. Se lamentaba de no haberse puesto una camiseta con un mayor escote, aunque los tacones le hacían unas piernas de infarto, y lo sabía; claro que lo sabía.

-Pues sí, es un poco precipitado –rio algo nervioso- pero encantado Tania. Me llamo Leo.

Leo… ¡Como Da Vinci, su pintor favorito! Lo recorrió con la mirada. Llevaba una camisa blanca que acentuaba su torso y unos vaqueros oscuros que también le favorecían por no ser demasiado anchos. Tenía unos impactantes ojos azules, y aunque el pelo no se le veía muy bien por las luces fluorescentes, supuso que era de algún color claro.

 -Eh,  ¿quieres una copa?

Aceptó, aunque ya llevaba un buen número de vasos, por no hacerle un feo. Leo pidió un Gin Tonic para los dos. Tania lo dejó sin que se diera cuenta, le daba rabia tirar el dinero, pero siendo sinceros, nunca había probado una cosa tan asquerosa. Además, el chaval no estaba en condición de percatarse tampoco de mucho, ya habría bebido unos cuantos cubatas.

-No pienses mal de mí, no me gusta venir mucho a estos sitios- dijo Leo.

-Ni a mí –mintió. Lo cierto es que le encantaba bailar.- La gente viene a pillar cacho solo. ¿Estudias?

Notó que le vibraba el móvil y vio un whattsap de una amiga suya que decía “¿con qué clase de feto estás hablando?”. Lo ignoró.

-Bueno, es complicado, actualmente trabajo en una empresa importante, aunque me gustaría independizarme y estudiar económicas en cuanto la situación me lo permita, ¿y tú?

-Yo hago filología hispánica en la Complutense.

Era perfecto, además de guapo tenía futuro. Eso implicaba que tenía las ideas claras. Y seguro que era inteligente, por eso no venía a estos sitios. Tania se lo imaginaba pasándose las tardes leyendo a Cela o a Juan Ramón Jiménez. O mejor, igual tocaba en alguna banda. La batería, por ejemplo.

-Y dime… ¿Tienes novia?- dijo mientras guiñaba el ojo pícaramente.

-Tenía. Cortamos hace poco, queríamos cosas diferentes…

-Vaya. Bueno, pues ya sabes lo que se dice, ¡un clavo saca a otro clavo!

-¿Qué dices?-contestó él gritando- No te oigo, ¡mejor vamos fuera!

La música estaba muy alta y es cierto que no se escuchaba bien. Pero no le hacía falta que se oyera, ya estaba cantado el final de esta historia. Acabarían en su casa, o en la de él. A la mañana siguiente no habría desaparecido porque él era un caballero e incluso le llevaría el desayuno a la cama. Con suerte, hasta continuarían hablando y puede que acabaran por hacerse novios, seguro que a su madre le encantaría ese chico.

 Contoneó sus caderas avanzando por delante de él hasta la terraza de la discoteca. Sabía que Leo la miraba, siempre la miran.  Estaban ya fuera. Él se encendió un cigarrillo. La verdad es que con la luz de la luna, ahora que lo veía bien, no parecía tan guapísimo como lo había visto antes.

De nuevo, otro mensaje. “Tía,  ¿dónde estás? Nos vamos ya, vente a la puerta, has bebido y no vamos a dejar que conduzcas”.

-Oye… Sé que acabamos de salir, pero es que me tengo que ir. Y eso que me gustaría poder quedarme hablando contigo, creo que eres una persona muy interesante.

-Bueno, no pasa nada. Yo tampoco creo que esté mucho más. ¿Me das al menos tu Facebook?

-Sí, claro, ¿cómo no lo había pensado? Apunta…

Intercambiaron los nombres y se agregaron por el móvil. Le daba rabia tener que irse, porque el chaval era un partidazo, pero tenía el consuelo de saber que al menos podría contactar con él más adelante. Se dieron dos besos, y luego él le robó un tímido pico. Se ofreció a acompañarla, pero por evitar chismes Tania le contestó que no hacía falta. Y se fue, dejándole solo de nuevo entre toda esa multitud de gente tan eufórica como desconocida.

Tania avanzó hasta donde estaban sus amigos esperando para coger un taxi de vuelta a Móstoles, y entre preguntas y cotilleos, llegaron al piso que compartían. Se tiró a la cama casi vestida por completo, tan solo se quitó los tacones. Le había subido el cansancio de golpe, y se durmió entre sueños de príncipes azules y amores imposibles.

La despertó la luz del sol a la mañana siguiente.

Tenía todo el maquillaje repartido por la funda de la almohada, que había manchado con el carmín. Le dolía un poco la cabeza, efecto de la resaca, pero enseguida se acordó de su Don Juan y abrió el portátil. Allí estaba él, en peticiones. Se metió a curiosear un poco.

Cuál fue su sorpresa cuando clicó en la foto de perfil. En efecto, tenía los ojos azules, pero también tenía una nariz que le ocupaba dos tercios de su cara, y unas marcadas líneas de expresión al lado de la boca. Se acordó de que ayer no le vio bien el pelo,  y ahora entendió el porqué. Simplemente, porque no tenía, Leo estaba calvo. Y no es que se llamase Leo de Leonardo, como Da Vinci, no, se llamaba Leopoldo, y el amigo tenía 35 años. Recordó cómo le había contado que quería independizarse y no pudo más que echarse a reír. Además, vio que la gran empresa se trataba de la Panadería Onofre, seguramente negocio de los padres del “chaval”.

Denegó la petición y cerró el ordenador. No necesitaba saber más. Se había acabado la magia.

Se levantó de la cama hacia la cocina para hacerse un café y nada más entrar escuchó las risas de sus compañeras. Sonrió también, era lógico.


Alexia Gómez. Con la tecnología de Blogger.
 
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