“Me
hice puta para no dormir sola. Mi angustia le cuesta muy cara a los hombres.
Pagan porque saben que les amo con locura y que estaría dispuesta a morir por
cada uno de ellos. Saben que siempre estoy a punto de matarme.
Si la puta está dispuesta
a morir de amor por todos los hombres, los hombres están dispuestos a
arruinarse para verla morir”.
-La Dolorosa, Angélica Liddell
“Es verdaderamente
extraño. Porque, sin duda, soy sensual. Pero el caso es que también soy,
gracias a Dios, “altánime” y malhumorada”.
-La
Señorita Else, Arthur Schintzler
Soy
una privilegiada, y como ocurre con todos los privilegiados, no se debe a
ningún mérito mío.
Tengo
mis horarios para ejercer como tal: los domingos me rodeo de mis semejantes,
los jueves aún más. Quizá semejantes no sería el término adecuado porque aquí
cada uno viene con un privilegio distinto de casa. En mi caso en concreto, tuve
la fortuna de que mi estatura estuviese algo por encima de la media, mis ojos
fueran rasgados al estilo asiático (pero tuvieran párpado como los
occidentales) y mi vientre se mantuviese plano sin apenas esfuerzo físico ni
dietas. No obstante, todo esto son matices ornamentales que pasan
desapercibidos en primera instancia y sirven como complemento de mi más potente
arma: un enorme trasero heredado de mis antepasados cubanos anclado a una fina
cintura y unos pechos firmes, voluminosos en su justa medida, redondeados y
casi simétricos. Por supuesto, lo peor es que soy plenamente consciente,
resultando insoportablemente atractiva y asquerosamente prepotente; es decir, encantadora.
A
menudo pienso si mi privilegio existiría si hubiera nacido apenas 20 años
antes, cuando el canon lo dictaban Paris Hilton y las modelos politoxicómanas de
las portadas de los noventa. ¡Cuánta belleza reposaba sobre las costillas de
Kate Moss y en los prominentes y cadavéricos pómulos de Angelina Jolie! Y cómo
disfrutaba yo a mis tiernos quince años cuando veía sus largas piernas recorrer
las pasarelas, frágiles e imponentes al mismo tiempo, bordeando el perímetro de
la inanición ante la mirada de cientos de espectadores, encarnando en sí mismas
la fina y burlona línea que separa la vida de la muerte, justo ahí donde
residía el culmen de la estética. También mi madre era delgada. Cómo no iba yo
a contraer anorexia.
En
cualquier caso, los privilegiados de los domingos y especialmente los de los
jueves no siempre eran altos o apuestos. Su condición era a priori menos
perceptible que la mía, pero ellos se esforzaban en hacerla notar con rapidez:
tenían dinero, y bastante. No hablo del dinero de quien puede permitirse salir a
cenar todas las semanas o un teléfono de última gama en Navidad; sino del tipo
de dinero que se traduce en opulentos diamantes. ¿Alguna vez habéis tocado una
cadena de diamantes? Cuando posas sobre tu mano esos relucientes y blanquecinos
cristales te doblan la muñeca por su peso, que fácilmente puede alcanzar los
dos kilogramos o más incluso en los collares más vulgares. Dos kilos recayendo
sobre la nuca, posiblemente la torticolis más cara que uno podría imaginar.
Pero no hay por qué preocuparse, son cuellos acostumbrados.
Eran
ricos, ricos de verdad, de los que sólo aparecen en la tele y en las fotos
furtivas de tus conocidos cuando se topan con ellos en la calle. En tan sólo
dos encuentros había compartido mesa ya con futbolistas, personajes variados de
la fauna de Telecinco, managers de artistas y en suma casi cualquier tipo de
“famoso” posible. Personalmente me sentía muy agradecida de no reconocer a la
gran mayoría de ellos porque me facilitaba mi labor.
Claro
que no he explicado aún qué hacía yo allí. Lo cierto es que tampoco se trataba
de algo muy definido. ¿Recordáis los diamantes que mencionaba anteriormente? Pues
yo soy uno de ellos. Mi misión es ornamentar la presencia de todas estas
personas con la aparente ligereza y el brillo de un cristal. Ser un regalo para
la vista y un símbolo de estatus que, como todos los símbolos, se puede
comprar.
Si
bien las tarjetas de crédito no necesitan ningún tipo de calentamiento o preparación
antes de salir a jugar, yo sí. Las tardes de los domingos y especialmente las
de los jueves, un pequeño baño de Carabanchel Bajo presenciaba el nacimiento de
una estrella. La física explica que estos astros nacen por la fusión de nubes
frías de gas y polvo, llamadas nebulosas, hasta que la atracción gravitatoria
forma un esferoide luminoso de plasma. Particularmente no tengo ni idea de
astrofísica, pero todas las estrellas que conozco nacen por vía de un proceso
mucho más elaborado y estructurado que una simple suma de partículas, a saber:
Ducha,
acondicionador, mascarilla, depilación, exfoliación, hidratación, limpieza
facial, exfoliación facial, tonificación, hidratación, masaje con rodillo de
jade, secado del cabello y planchado, primer de maquillaje, base de
maquillaje, corrector de ojeras y rojeces, contorneado del rostro con polvos
bronceadores y highlighter, colorete, sombreado de ojos
(este
paso ya de por sí es sumamente complicado y nos llevaría a otra nueva
enumeración, a saber: sombra marrón oscura en el pliegue del párpado, sombra de
color cobrizo en la cuenca y párpado móvil y sombra con purpurina en el
lagrimal, difuminado), y de nuevo
eyeliner, máscara de
pestañas, definición y depilación de cejas, perfilado de labios y pintalabios permanente,
gloss.
Comienza
entonces el arduo y caótico proceso de elegir el conjunto afortunado que esa
noche vivirá su momento de gloria, su escape de la percha de plástico del
armario a mi cuerpo, otra percha de plástico pero más cuidada. Una vez la
nebulosa de prendas, polvos, medias y perfume barato ha concluido, ya sólo
queda escalar los aproximados diez centímetros de tacón que me recordarán toda
la noche que si bien soy alta, no lo suficiente y debo sufrir por ello.
En
realidad nadie es lo suficientemente alto ni guapo. En eso consiste la
impostura de “arreglarse”, en tomar la materia bruta de nuestra corporalidad y refinarla
para lograr una inalcanzable validez social. Podemos “arreglarnos”, pero nunca
estaremos arreglados del todo.
Por
tanto, mi privilegio era ficticio, como ocurre con todos los privilegios. Pero
al igual que los cuellos, yo estaba acostumbrada. Ni siquiera me sentía mal por
ello. A pesar de sus riquezas, en la intimidad de sus espaciosos y luminosos
salones, en la impoluta tapicería con olor a pino de sus carruajes y en sus
esterilizadas encimeras pulidas por alguna dominicana contratada en negro, la
amargura del fingir les pesaba mucho más que a mí. Porque yo abrazaba el
ejercicio de la interpretación como si fuera una actriz del Teatro Nacional, me
convierto en la hija de Stanislavski y aunque resulte paradójico, les escupo
espontaneidad con la mejor de mis sonrisas. Por eso hago bien mi trabajo y por
eso esos pobres infelices me quieren cerca.
Los
domingos acudo en metro y los jueves, en metro y autobús. Como me siento
generosa, ofrezco un concierto ambulante que abarca todo el itinerario de mi
trayecto. Un solo de percusión de hora y media protagonizado por el chasquido
de mis tacones. Y camino con fuerza por Nuevos Ministerios, asegurándome de que
se escucha. Lo mismo hago en el intercambiador de Moncloa. Y cuando no tengo
que caminar, a pesar de que el vagón vaya vacío y de la incomodidad de los
zapatos, me quedo de pie. Y me siento la puta Robespierre del glamour porque
les brindo a los corrientes transeúntes la posibilidad de admirarme de forma
gratuita, y me río de mi jefe y de los futbolistas haciéndole ojitos al muchacho
de las zapatillas rotas.
No
obstante, los ricos son bastante educados y buenos conmigo. Nunca permitirían
que mi copa estuviera vacía ni me negarían un cigarro. De hecho, son tan
amables que ni en una sola ocasión he tenido que volver a mi casa en transporte
público, a pesar de que más que por ofrecimiento, ese lujo ha sido producto de
mi capacidad de convicción.
Ese
es otro de mis talentos. Se trata de un proceso muy simple pero que debe
realizarse prolijamente para que resulte efectivo. Es como cazar un conejito. Nunca
una señorita debe comenzar la conversación en un primer avistamiento, pues los
hombres son criaturas de notoria fragilidad y se intimidan fácilmente. Por el
contrario, debe asegurarse de suscitar su curiosidad y dar impresión de
enajenamiento e inocencia, facilitando que la presa se acerque por su propia
cuenta, ignorando lo que ocurrirá a continuación. Las preguntas de los hombres
brillan por su ausencia de originalidad, cuyo espectro abarca exclusivamente el
“¿De dónde sois, chicas?”, “¿Cómo os llamáis?” (la más inútil de todas,
nadie recordará tu nombre minutos después) y el “¿Estudiáis o trabajáis?”. En
ocasiones, el conejito de turno se sirve de un estúpido piropo o chiste sacado
de alguna patética clase de coaching para solteros aún más patéticos. No
obstante, nos aseguraremos de sonreír todas y cada una de las veces que
respondan “Alexia, ¡Play Despacito!”.
Es
importante ser consciente de que nuestro objetivo nunca debe ser la primera
persona con la que entablemos conversación. Lo ideal sería que se tratase del amigo
de algún cuello pesado, de forma que la fragilidad masculina que previamente
comentábamos se ocupe del resto. Ofendido porque su no-tan-rico colega esté
ligando y él no, en apenas dos comentarios hará por dejar en evidencia a su
compañero y llamar nuestra atención. Y se la brindaremos, por supuesto que sí,
pero no desde un primer intento porque debemos suponer un reto y una
frustración. Los cuellos pesados no tienen frustraciones, por eso se sienten
tan atraídos. Entonces fingiremos no haber escuchado bien un comentario,
interrumpiremos su altivo discurso explicando lo muy importantes que son para
pedirles fuego y miraremos hacia cualquier punto que no sea directamente él como,
por ejemplo, una viga de carga. ¿Cómo puede un hombre sentirse intimidado por
una viga de carga? Pues lo hacen. En fin, tras cinco minutos de monólogo, les
recompensaremos con una amplia sonrisa, un elegante movimiento con el pelo y
fijamente miraremos fijamente al conejito. Es irrelevante lo que digamos en ese
momento, pero es vital asegurarse de que sus ojos y su cara mimetizan nuestra
sonrisa como si fueran víctimas de una hipnósis, significará que tenemos toda
su atención. Justo entonces, agarraremos del brazo a nuestra amiga y nos iremos
a bailar solas. Ya es nuestro.
No
me entendáis mal, yo soy vegetariana. Nunca me he comido ni me comería a ningún
conejito. No quiero que esos bobos piensen que han sido capaces de
conquistarme, al contrario, disfruto mucho de su cara de desilusión cuando a medida
que avanza la noche, pasan a ser conscientes de que han sido vapuleados por quién
ellos mismos pretendían utilizar. Pero no me siento culpable. En realidad, sólo
cumplo la fantasía que menos se atreven a reconocer: el placer de ser
rechazados. Me río de sus riquezas, de la incomodidad de que mis conocidos les
pidan fotos por la calle, de su camiseta de noventa euros, de la simulación que
supone el tener millones de seguidores en las redes sociales y, en suma, de
todos los símbolos sobre los que apoyan su quebradiza autoestima de conejito.
Además,
yo estoy profundamente enamorada. Mi verdadera motivación es el dinero, el
placer de bailar a Daddy Yankee en un palco VIP con copas de un champagne
astronómicamente caro y esencialmente, la justicia poética.
Seguramente
haya quien leyendo esto se cuestione me recrimine la voluntaria decisión de profesionalizarme
como florero. A ellos les diré que la desromantización de las clases altas es
más eficaz que la lectura de El Capital, y mucho más divertida.
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