Antes de dormir, toman sus proyectos de juguete y los abrazan.
Abrazan las ilusiones que tenían de ser ingenieras, escritoras o astronautas;
calman a los dragones que tienen miedo de los monstruos que a ellas las acechan,
arropan a la certeza de otra noche vivas en casa,
y cantan nanas de reggeaton hasta las 5 de la mañana.
Las niñas que yo conozco no creen en cuentos de hadas.
No les quedan hechizos ni calabazas, no es el reloj el que les rompió la magia.
Las malas ya no son las madrastras, sino las manos invisibles que se cuelan bajo tu falda,
las bocas desconocidas que te gritan "princesa" a tus espaldas,
la carencia de carrozas cuando cierra el metro
y de lejos escuchas una voz,
"GUAPA",
y te giras,
y es oscuro,
y no contestas;
no era nada
(esta vez).
Las niñas que yo conozco aún no saben que crecieron condenadas
bajo una sombra de metro ochenta, infinitas piernas y menos que flaca.
Crecidas con otra niña ya bajo el brazo y una ambición limitada
con otra niña para contarle los mismos cuentos,
para enseñarle a que esté agachada
a que si habla, que hable bajito,
a que si sueña, que sueñe bajito,
a que si protesta, que proteste bajito...
para enseñarle dormida, para enseñarle a que esté callada.
Y yo entiendo a las madres del mundo,
porque las que no han hecho caso viven de piedras y de amenazas,
y aun con la impotencia alimentan sus ansias,
y mientras más cuestionan más aprenden
que hay monstruos en la noche y ella no es príncipe ni tiene espada.
Yo lo entiendo porque de tanto en tanto,
hay alguna que
cuando escucha una voz,
"GUAPA".
y se gira,
y es oscuro
y contesta;
ni amenazas quedan cuando amanece la madrugada.