No me gusta pensar que ser bueno ya no importa,
porque vas a recibir lo mismo que los demás.
No me gusta que la ilusión de compartir se rompa,
o que hay gente que promete pero luego no está.
Sí, soy caprichosa, porque sí, soy pequeñita.
Y aunque mi madre intentó enseñarme
que cada gesto es un regalo de la vida,
y yo sigo exigiéndole a la vida que me premie;
que me sepa compadecer cuando no soy tan alegre,
que por fin se me noten las mentiras.
Que él quiera besarme las cosquillas que no tengo.
Por eso,
me reafirmo y me remiento
si me digo que ya no creo en cuentos
o que mi visión del mundo se acerca al acierto.
Por eso,
me escondo en un abrigo que me va grande,
en los zapatos de tacón de mi madre
e invento que soy ciento más que adolescente.
No puedo evitar que a veces sean ciegos.
No puedo desear centrarme menos en mí,
no puedo pedirle a una estrella que el peor defecto
por unas horas abandone mi cuerpo.
Porque soy tan tan pero tan pequeñita
que cuando me empujan caigo fácil,
y lloro cuando me raspo la rodilla.
Porque soy tan tan tan escurridiza,
que a veces me resbalo en una o dos alegrías
y rompo sin querer mi castillo de arena.